OPINIÓN

Andrés Manuel López Beltrán y los lujos de los justos

En los tiempos del México bronco —como lo llamaba Daniel Cosío Villegas— cuando los presidentes viajaban en Cadillac y los diputados comían como virreyes, la justificación favorita del cinismo era que los lujos eran parte del “servicio al pueblo”. No se viajaba, decían, por gusto, sino por la patria. No se hospedaban en hoteles caros, sino en “espacios apropiados para el nivel de la representación”.

Hoy, en pleno 2025, y con la cuarta transformación ya empacada en papel reciclado, vuelve a aparecer ese viejo tufo del privilegio disfrazado de sacrificio, con el añadido de un insulto a la inteligencia pública: la carta de Andrés Manuel López Beltrán, mejor conocido como “Andy”, hijo del expresidente que llegó prometiendo barrer la corrupción de arriba hacia abajo.

Dice Andy que se fue de vacaciones a Japón “con sus propios recursos” y que viajó en aerolínea comercial. Qué bueno. Que no lo transportó el ejército ni lo hospedaron en el hotel de algún contratista, sino que él mismo pagó —nótese bien— 7,500 pesos diarios en hotel, porque, claro, así vive el “pueblo bueno” cuando se cansa de las extenuantes jornadas de transformar al país desde su escritorio político.

Pero lo verdaderamente ofensivo no es el viaje, ni el lujo, ni la evidente desconexión con una nación que apenas junta lo de la renta y el súper. Lo alarmante es la desfachatez de la respuesta. La carta no explica nada, no reconoce excesos, no ofrece disculpas. Al contrario: se revuelca en el tono moralista que tanto daño ha hecho a la izquierda mexicana cuando se vuelve poder.

Porque, ¿qué clase de república de valores presume humildad mientras justifica vacaciones de más de 50 mil pesos la noche? ¿Qué clase de servidor público puede hablar de “austeridad” mientras acusa al periodismo de ser “hampa” por exhibir lo evidente?

López Beltrán afirma que sus adversarios son hipócritas, que lo espían, que lo acosan. Tal vez sí. Pero se olvida de algo esencial: nadie lo obligó a tomar un avión rumbo a Tokio con escala en Seattle. Nadie lo obligó a vivir como embajador de lujo mientras el país arde en inseguridad y recortes a la salud.

Aquí nadie cuestiona su derecho a vacacionar. Lo que irrita, indigna y enoja es el doble discurso. Es esa repulsiva contradicción entre el “no mentir, no robar y no traicionar” y el “viajo al extranjero a descansar de tanto servir al pueblo”.

La carta, lejos de calmar, incendia. Le habla a los convencidos con frases vacías, como “el poder es humildad”, sin notar que la humildad, cuando se ostenta, ya no lo es. Nos recuerda que “seguiremos el ejemplo de nuestra presidenta Claudia Sheinbaum”, como si eso fuera suficiente para sepultar el tema bajo la alfombra de la narrativa oficial.

Pero hay algo que esta generación de políticos parece no entender: la transparencia no se defiende con palabras adornadas, sino con coherencia. Y la moral no se predica, se vive.

En esta tragicomedia nacional, donde la élite guinda comienza a parecerse peligrosamente a la que tanto criticaron, lo único que queda claro es que la famosa «transformación» tiene un club selecto de beneficiarios… y tarifas de hotel que muchos mexicanos no ganarán ni en tres meses de trabajo.

Ya no se trata de ser “igual que los de antes”, sino de ser peores: con sermón, con superioridad moral y con una narrativa heroica que insulta el sentido común.

Hoy, más que nunca, conviene recordar lo que alguna vez se dijo de los poderosos: no los derrota el escándalo, sino su incapacidad para entender por qué lo que hicieron está mal.

Porque lo que está en juego no es el turismo de Andy, sino la credibilidad de un proyecto político que prometió “no mentir, no robar, no traicionar”. Y que, paso a paso, frase por frase, noche de hotel tras noche de hotel, parece empeñado en hacer exactamente lo contrario.

Y cuidado: el problema no es la crítica. Es la falta de autocrítica. La ceguera con la que se ignoran los privilegios. El desprecio con que se asume que el pueblo debe aceptar, sin cuestionar, lo que antes se denunciaba como abuso.

El hijo del presidente podrá pagar sus vacaciones con su dinero. Pero el costo político —ese sí— lo pagamos todos.

Hoy, como hace décadas, es necesario decirlo con claridad: quien se sirve del poder para vivir como rey, no puede hablar en nombre del pueblo.
Y quien pretende justificarlo con retórica moral, no sólo insulta la inteligencia pública, sino que agrava la traición.

Eso no es transformación. Es simulación.
Y ya la hemos visto antes.

En X @DEPACHECOS

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