OPINIÓN

Gertz: la renuncia que maquilla la autonomía rota

Alejandro Gertz Manero se fue como llegó: envuelto en solemnidad y opacidad. La carta que envió al Senado habla de una invitación de la presidenta para ocupar una embajada en un “país amigo” y de una renuncia por “causa grave”. Traducido al lenguaje llano: se le premia con pasaporte diplomático y se dobla la Constitución para justificarlo.

El pleno hizo su parte. Morena y sus aliados levantaron la mano para validar que un ascenso en la carrera pública puede ser considerado causa grave. La oposición protestó tarde y mal: no cuestiona el retiro del hombre, sino el truco para vestir de legalidad una decisión tomada en otra oficina.

Conviene recordar de dónde venimos. Gertz fue presentado en 2019 como el “primer fiscal autónomo” de la nueva época. Se vendió su nombramiento como una ruptura con la vieja Procuraduría sometida al presidente. Seis años después, la palabra autonomía sólo sobrevive en el membrete. La Fiscalía fue herramienta, no contrapeso.

Ahí están los casos que nunca tuvieron desenlace digno de un fiscal de la República: Odebrecht sin castigo emblemático, Ayotzinapa convertido en terreno de disputa política, el pleito familiar convertido en cruzada penal, las investigaciones selectivas que golpearon a unos y perdonaron a otros. El saldo real de Gertz es una FGR que aprendió rápido a mirar primero a Palacio y luego a las víctimas.

La renuncia no explica nada de eso. No hay una línea sobre las omisiones, las carpetas congeladas, las decisiones que dañaron la credibilidad de la institución. Sólo el anuncio pulcro de una nueva misión en el servicio exterior. En el Senado tampoco hubo interés en pasar lista de pendientes. La mayoría prefirió el elogio fácil al funcionario saliente; la minoría se limitó a gritar “golpe a la autonomía” sin ir al fondo: la autonomía ya estaba herida desde que se le usó como escudo retórico, no como realidad.

El movimiento está calculado al milímetro. Antes de irse, Gertz deja colocada a una figura cercana al proyecto en la línea de sucesión interna; el Senado acepta la renuncia y abre de inmediato la convocatoria para un nuevo fiscal; la presidenta cuida el discurso, mezcla agradecimientos con promesas de mejor coordinación y se reserva la influencia decisiva en la terna. Nada fuera de guion.

El problema no es que un hombre de 86 años deje el cargo antes de tiempo. El problema es que el mecanismo diseñado para impedir que el fiscal dependa del ánimo del Ejecutivo termina siendo utilizado, una vez más, para ajustar piezas a conveniencia del poder. Donde debía haber un muro, hay una puerta giratoria.

Gertz se marcha rumbo a un país que poco sabrá de sus deudas internas. Aquí, en cambio, sus silencios seguirán pesando en las oficinas donde se acumulan expedientes. Cambiar el nombre en la placa no basta. Mientras la Fiscalía siga siendo botín de la política, cada relevo será un episodio más de la misma historia: la justicia como escenografía y el poder como director de escena.

La renuncia de Gertz no sorprende; confirma. Confirma que la autonomía de la FGR ha sido, hasta hoy, una promesa rota. Y confirma que el sistema mexicano sigue dominando un arte viejo: despedir a sus funcionarios con honores para que nadie pregunte por lo que realmente hicieron… o dejaron de hacer.

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