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El carnaval carcelario de Jalisco

En Jalisco las cárceles no son templos de redención ni talleres de rehabilitación. Son, a juzgar por las cifras oficiales, salones de baile. Mientras la narrativa gubernamental insiste en la reinserción social, los penales estatales acumulan más conciertos que programas efectivos de educación o capacitación laboral. Entre enero y junio de este año se contabilizaron 34 presentaciones musicales, una cifra que más bien pinta de verbena popular los muros de concreto.
La prisión, dirían los expertos, no está para fiestas. La Constitución ordena que las penas privativas de libertad deben orientarse a la reinserción, pero lo que prevalece en Jalisco es la distorsión: se confunde entretenimiento con resocialización. ¿De qué sirve una tocada de música urbana si la biblioteca permanece vacía y los talleres de oficios languidecen? ¿Qué reinserción puede presumirse entre guitarras eléctricas y aplausos mientras se omite el deber elemental de capacitar al sentenciado para el trabajo digno?
El colmo del despropósito es que en medio de la estadística aparece la sombra de Natanael Cano. No porque el sonorense tenga la culpa de las políticas penitenciarias, sino porque su nombre vincula lo que en realidad ocurre: la cárcel convertida en escenario, el espectáculo sustituido por rehabilitación. Lo que debería ser un espacio para corregir conductas degeneró en pachanga institucionalizada, donde los recursos públicos se gastan en amplificadores en lugar de en psicólogos o instructores.
La fiesta no es gratuita ni espontánea. Responde a intereses que, en lo oscuro, capitalizan la permisividad oficial. Porque detrás de cada grupo musical que ingresa con autorización a un penal, suele haber un padrino político, un contrato inflado o, peor aún, un guiño de complicidad hacia los reclusos que mantienen control interno. El concierto se convierte entonces en moneda de cambio, en distractor que aplaza los conflictos penitenciarios y da la ilusión de gobernabilidad.
En 2020, con la pandemia en pleno apogeo, apenas se registraron diez conciertos. Pero conforme se levantaron las restricciones, la música volvió a reinar sobre las rejas: 32 en 2023 y 34 tan sólo en la primera mitad de 2025. Si la tendencia continúa, se rebasará con holgura el promedio histórico de 56 por año. Mientras tanto, los reportes de hacinamiento, autogobierno y corrupción siguen acumulándose sin solución.
La reinserción, en Jalisco, se canta a ritmo de corrido tumbado. Y esa es la tragedia. Porque cuando se privilegia el aplauso sobre el aprendizaje, la fiesta sobre la disciplina, la cárcel deja de ser un instrumento del Estado y se convierte en carnaval de impunidad. Lo advirtió un especialista: el esparcimiento debería reducirse al mínimo. Pero aquí se ha vuelto programa estrella, cortina de humo y negocio paralelo.
Al final, lo que abunda en los penales de Jalisco no son las oportunidades de redención, sino los conciertos que anestesian. Y tras cada acorde se escucha, invariable, el mismo estribillo: la derrota del Estado frente a sus propios barrotes.
En X @DEPACHECOS