OPINIÓN

LA TOGA Y EL BASTÓN DE MANDO

Un rumor se deslizó temprano por los pasillos del Senado: los ministros no entrarían solos, traerían consigo símbolos. Y así ocurrió. Antes de las siete de la tarde, en un edificio blindado con el recuerdo todavía vivo del septiembre de 2024 —cuando una turba irrumpió durante la discusión de la reforma judicial—, los nuevos jueces del país desfilaron como si se tratara de un rito de iniciación. Afuera, las carpas y las sillas de plástico aguardaban a familiares y simpatizantes; adentro, se escenificaba nada menos que el nacimiento de un “nuevo Poder Judicial”.

La escena parecía sacada de una liturgia política: nueve ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, electos en junio por voto popular —ese experimento que Morena llama democracia y la oposición califica de simulacro— alzaron la mano frente a la Mesa Directiva presidida por Laura Itzel Castillo. Con ellos, otros 872 jueces y magistrados se sumaron al juramento. Nunca antes tantos togados habían irrumpido de golpe en la vida pública. El Senado convertido en santuario, la toga elevada a vestidura sacerdotal.

El oficialismo cuidó el guion: un acto de purificación en la Corte, un marco floral en la puerta principal, la consagración de bastones de mando en Cuicuilco y la foto oficial en la que el ministro presidente, Hugo Aguilar Ortiz, vistió una toga bordada con motivos oaxaqueños. Nada quedó al azar. La liturgia de la Cuarta Transformación se trasladó del Zócalo al Poder Judicial, con incienso indígena y música de solemnidad republicana.

Claudia Sheinbaum bendijo la jornada desde su primer informe de gobierno: “Se acaba la era del nepotismo y comienza una nueva era de legalidad”. El eco retumbó más en los micrófonos que en los curules opositores. Porque si algo quedó claro, es que el discurso presidencial tenía menos destinatarios en el pleno del Senado que en la plaza pública: ahí donde la narrativa se digiere mejor que los tecnicismos de la Constitución.

La oposición jugó su papel. El PRI, con Alejandro Moreno al frente, se negó a asistir: denunció un “secuestro del Poder Judicial” y prefirió la foto de la ausencia. El PAN, con Ricardo Anaya de vocero, exigió tribuna: lo “inaceptable” —dijo— sería callar ante lo que llamó un fraude de origen. Movimiento Ciudadano, con Clemente Castañeda, eligió su ruta de siempre: crítica a las “cifras alegres” del gobierno, pero un aplauso tibio a la elección judicial.

En el salón de plenos, el ruido sustituyó al debate. Los priistas encendieron megáfonos con sirenas para interrumpir discursos; desde la tribuna, voces guindas replicaban “¡Es un honor estar con Claudia hoy!”. No fue un homenaje a la pluralidad, sino la evidencia de que cada cual juega a lo suyo: la oposición al estruendo, el oficialismo al ritual.

Lo de fondo no fue la ceremonia, sino el cálculo. Con la protesta de los nuevos ministros, Morena asegura el control simbólico de la Corte: ministros electos por las mayorías, un presidente de toga bordada y la narrativa de que ahora “el pueblo manda también en la justicia”.

Detrás de las flores, el mensaje fue más seco: el PRI se ausentó porque sabe que perdió ese campo de batalla; el PAN gritó porque ya no le alcanza ni para veto simbólico; y Movimiento Ciudadano, fiel a su estilo, nadó en la ambigüedad.

El 1 de septiembre de 2025 quedará registrado como el día en que la Corte cambió de rostro. No por la investidura de sus ministros, sino porque se inauguró un “nuevo Poder Judicial” con votos, bastones y símbolos rituales. Para el oficialismo, fue la consagración de su proyecto. Para la oposición, la defunción de los contrapesos.

El bastón de mando entregado a Hugo Aguilar Ortiz puede leerse como gesto de inclusión indígena. Pero también como lo que realmente fue: un recordatorio de que, en este país, hasta la justicia debe marchar al paso de la transformación.

En X: @DEPACHECOS

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