OPINIÓN

Los barrios del miedo

Guadalajara ha sido, por años, un laboratorio del abandono urbano. Entre cafés hipster, galerías recicladas y bicicletas de diseño europeo, se esconde una verdad incómoda: las colonias más “modernas” y “seguras” del corazón tapatío son también las más asaltadas. Santa Tere, la Americana, Capilla de Jesús —ese triángulo donde se presume cultura y se respira impunidad— se han convertido en el mapa del robo cotidiano, el de los autos y las autopartes, el más vulgar y el más persistente.

El recuento de Mural, basado en carpetas de investigación de la Fiscalía del Estado, desnuda una realidad que los discursos del progreso intentan maquillar: 31 robos en la Americana, 27 en Santa Teresita, 16 en Atlas y el Centro. Capilla de Jesús encabeza los hurtos de vehículos, seguida por Santa Tere, Las Pintas y Lafayette. Es el espejo de una ciudad que presume “modernización” pero no puede garantizar lo más elemental: el derecho a moverse sin miedo.

Porque aquí no se trata sólo de autos. Se trata del fracaso de una autoridad que se pasea en patrullas relucientes, con cámaras de vigilancia que no graban nada y operativos que terminan en boletines de prensa. La seguridad en Guadalajara se ha vuelto una narrativa hueca, un discurso de estadísticas que nadie verifica.

Los robos se multiplican precisamente donde más ojos hay: cámaras, oficinas, restaurantes, mercados, policías turísticos, todos viendo, todos presentes, pero nadie actuando. Es la versión tapatía del viejo “Estado espectador”: la autoridad que mira el delito desde el espejo retrovisor de su patrulla climatizada.

Santa Tere, barrio de vecindad y de resistencia, se ha ido transformando en un espacio donde conviven la nostalgia popular y la nueva gentrificación. En el día, son cafés y bazares vintage; en la noche, territorio de cristalazos. En la Americana, donde los departamentos se venden a precio de oro, los vecinos pagan vigilancia privada para que les cuiden lo que el Estado ya les robó: la confianza.

La Fiscalía del Estado, como siempre, tiene cifras, pero no culpables. Se anuncian carpetas, se presume coordinación, se promete vigilancia. Pero nadie explica por qué la impunidad se acumula en los mismos puntos, año tras año. Los “mapas de calor” se parecen tanto que podrían proyectarse como un loop eterno en una pantalla de la Secretaría de Seguridad.

El fenómeno tiene nombre y apellido: ineficiencia institucional. Mientras los alcaldes inauguran murales y corredores gastronómicos, los ladrones inauguran nuevas rutas de escape. Las policías municipales se pierden en protocolos y conferencias de prensa, mientras el ciudadano toma fotos de su auto desvalijado para subirlas a redes, porque ya sabe que denunciar es perder tiempo.

Guadalajara, la “Perla Tapatía”, se ha vuelto un escaparate donde el robo cotidiano es tan normal que ni escandaliza. En el fondo, la ciudad vive una contradicción brutal: se vende como capital creativa, pero su corazón late al ritmo del miedo.

Y mientras tanto, los jefes de seguridad repiten el guion: “Estamos reforzando la vigilancia”, “ya se investigan los hechos”, “no hay denuncias formales”. Palabras de catálogo que sirven para nada. Porque en el México real —el que Buendía solía desnudar— los delitos no se resuelven con discursos, sino con voluntad.

Los barrios del miedo no son sólo geográficos: son morales. En ellos, la impunidad ya no es noticia, sino costumbre. Y cuando el miedo se vuelve costumbre, lo que se roba no es sólo un auto. Se roba la ciudad entera.

En X @DEPACHECOS

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