Nos gusta decir que «el mexicano se ríe de la muerte», lo tenemos instalado en el imaginario colectivo, con ese romanticismo le tapamos un ojo al miedo. «¿Qué me importa la muerte, si no me importa la vida?» decía sobre los mexicanos Octavio Paz en su texto ‘Todos santos, Día de Muertos’.
Entre los más de 2,400 homicidios mensuales este año, los 91,000 decesos y contando a causa del COVID-19, la fosa con más de 100 cuerpos encontrada en Salvatierra Guanajuato, los asesinatos impunes a periodistas, como los casos más recientes de Sonora, Guerrero y Veracruz, así como la creciente ola de feminicidios parece avivar el sentimiento de impotencia en la población.
Resulta inevitable pensar que en México todos los días es Día de Muertos, porque para vivir aquí hay que resignarse a caminar diario de la mano con la muerte, insensibilizarnos con las víctimas de violencias, negligencias o insuficiencias, que se convierten en estadísticas, mirar hacia el otro lado y rezar para no ser nosotros, a quienes les toque «la catrina en el volado».
Y es que en nuestra lotería mexicana la muerte ya no agarra tan parejo, de un tiempo para acá, ya es clasista y sexista. Basta revisar el estudio realizado por la UNAM donde señala que la mayoría de víctimas mortales por COVID-19, más del 70% tienen una escolaridad primaria, o los nuevos récords de violencia impuestos en México durante la pandemia con un promedio de 83 asesinatos diarios durante el mes de marzo, el aumento en los crímenes de odio contra activistas de la comunidad LGBT+ , como lo indican los recuentos en los casos de Chihuahua, Jalisco, Puebla, Veracruz, CDMX y Baja California.
Así entre desapariciones forzadas y la extinción de fideicomisos —impulsos financieros en áreas como cultura y ciencias—, 109 para ser exactos, consultas ciudadanas para enjuiciar expresidentes, desabasto en medicamentos como el de los niños con cáncer y desempleo con 15.7 millones (INEGI).
Los mexicanos tenemos que salir todos los días a trabajar, limpiadoras, recogedores de basura que no pudieron dejar de prestar el servicio aún en los momentos más críticos de la pandemia, al igual que vendedores ambulantes o choferes quienes no pudieron suspender sus fuentes principales de manutención. Por incredulidad en el virus, o porque no nos queda de otra, seguimos pataleando antes de que nos cargue la huesuda, tal vez por que en el fondo seguimos siendo guerreros hijos de Huitzilopochtli para quienes la mejor forma de morir era en combate, pues les aseguraba la entrada al Omeyocan para después reencarnar en aves inmortales.
Queremos que nuestros muertos vivan porque queremos que nuestras tradiciones lo hagan, así las mantuvimos como pueblo e incluso las enriquecemos con mixturas de intercambio en la época de la colonia, para después dar forma al festejo entre cantos y flores que terminaría de recoger su nacionalismo en el periodo de la revolución y ha logrado adaptarse hasta hoy entre superficialidades de fuegos artificiales para arrojar luz a nuestra propia oscuridad.
Nos gusta decir que «el mexicano se ríe de la muerte», lo tenemos instalado en el imaginario colectivo, con ese romanticismo le tapamos un ojo al miedo, o a la indefensión, porque «Ya ni llorar es bueno» —también dicho popular—. Y es que ahora las calaveras ya no son de azúcar, sino de cadáveres sin nombre en las más de 3.000 fosas clandestinas, que están distribuidas por todo el país, principalmente en Veracruz, Tamaulipas, Guerrero, Sinaloa y Zacatecas.
Ya no se ofrenda para que los difuntos encuentren el camino a casa, sino para que lo hagan los desaparecidos: más de 73.000 en el recuento histórico del país, de los cuales el 18% se han registrado este sexenio.
Hoy pensamos dos veces antes de dejar el pan de muerto en la ofrenda por aquello de los 16 millones de nuevos pobres, que según estimaciones de BBVA México dejará la pandemia en nuestro país; y no hay copal que se lleve el olor a pólvora que flota en el aire por los enfrentamientos entre grupos del crimen organizado. «¿Qué me importa la muerte, si no me importa la vida?» decía sobre los mexicanos Octavio Paz en su texto Todos santos, Día de Muertos.
Podríamos continuar la lista de obituarios que se antoja infinita y denunciar una y o otra vez alguno de lo sucesos que nos han arrancado de las manos a nuestros seres queridos en este convulso 2020, pero seguimos revelándonos desde que amanece hasta que anochece contra lo sepulcral, desobedeciendo a saber o no por dignidad, cargados de hoy porque como va la cosa «mañana quién sabe», encendidos como veladoras, quizás gestando por hartazgo y sin darnos cuenta un altar de vivos, porque de muertos ya estamos «hasta madre».
Por Héctor Mena
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK