OPINIÓN

Uber: entre el permiso político y la ley federal

Pocas veces el discurso político y la letra jurídica se contraponen con tanta claridad como en el reciente capítulo del pleito por las plataformas de transporte en los aeropuertos. De un lado, Pablo Lemus, gobernador de Jalisco, celebra “un acuerdo con la Guardia Nacional” que —dice— permite la operación de Uber en el aeropuerto de Guadalajara. Del otro, la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes (SICT) responde con frialdad burocrática: “No hay permiso alguno para que Uber ni ninguna plataforma opere en aeropuertos del país”.

Dos verdades que no se tocan, aunque se crucen en el mismo espacio aéreo.

Lemus: política de vuelo corto

Lemus actúa como quien intenta adelantarse al caos. Ve una oportunidad política en el descontento ciudadano: usuarios atrapados entre taxis aeroportuarios caros y choferes de aplicación perseguidos por la Guardia Nacional. Anuncia, entonces, un acuerdo “por la seguridad y la movilidad” con la autoridad federal en el aeropuerto tapatío. Lo presenta como un triunfo local: Uber y similares podrán operar “sin obstáculos”, en condiciones de “piso parejo”.

Pero el aplauso local no tarda en chocar con la pared jurídica. Lemus sabe —y no puede no saber— que los aeropuertos son zonas federales, sujetas a la regulación exclusiva de la SICT. Ningún gobernador puede autorizar su uso comercial sin permiso federal. Su declaración, más que un acto administrativo, es un mensaje político: mostrarse como mediador eficaz ante un conflicto que irrita a miles de pasajeros. En la era de las redes y los hashtags, el gesto importa más que la norma.

El problema es que en materia de transporte federal, los gestos no mueven aviones.

SICT: el aterrizaje forzoso

El comunicado de la SICT llega como correctivo. Sin estridencias, pero con contundencia. Explica que el amparo obtenido por Uber no es una licencia para operar, sino una medida que impide a la Guardia Nacional realizar operativos “arbitrarios o discriminatorios” contra los conductores. En otras palabras: Uber no ganó el derecho de estar en los aeropuertos, sólo logró que no se le moleste mientras los jueces resuelven el fondo del asunto.

La dependencia federal se aferra al texto de la ley: los servicios de aplicación no cuentan con autorización para ofrecer transporte en zonas bajo jurisdicción federal. Y recuerda que los únicos vehículos con permiso son taxis, transportes turísticos y autobuses autorizados. Ni Uber ni Didi, ni ninguna plataforma. Punto.

Es la típica respuesta técnica de un gobierno que busca restablecer el orden jurídico tras la tempestad política. Pero en esa precisión hay una segunda lectura: la SICT marca distancia no sólo de Uber, sino de Lemus. Le recuerda, sutilmente, que el federalismo tiene fronteras.

El fondo: poder, transporte y control

El debate no es sobre movilidad, sino sobre control político. En los aeropuertos se cruzan intereses millonarios: concesionarios, sindicatos de taxistas, corporaciones digitales y gobiernos locales. Lemus juega la carta de la cercanía ciudadana; la Federación, la del monopolio legal. El primero busca legitimidad en los pasajeros; la segunda, autoridad en el territorio.

Y en medio, Uber hace lo que mejor sabe: convertir la confusión en negocio. Presenta el amparo como “permiso para operar” y se adelanta a la narrativa oficial. Los conductores, entre tanto, se sienten protegidos por una suspensión que apenas les evita ser detenidos, pero no les garantiza operar con plena legalidad. Es el limbo perfecto: nadie los autoriza, pero tampoco los puede tocar.

La historia huele a déjà vu. Lo mismo ocurrió cuando los estados intentaron regular a las plataformas sin coordinación federal: caos jurídico, discursos cruzados y, al final, la ley del algoritmo imponiéndose sobre la ley del transporte.

México es un país donde los permisos se anuncian antes de existir. Donde el político local celebra acuerdos de palabra y el burócrata federal responde con artículos de ley. Donde los usuarios agradecen poder tomar un Uber en el aeropuerto, aunque nadie sepa si eso es legal. Y donde las empresas multinacionales aprovechan cada grieta institucional para operar entre el ruido político y el silencio normativo.

Lemus quiso ser el mediador entre la modernidad digital y la rigidez federal; la SICT lo corrigió recordándole que los aeropuertos no son plazas municipales. Al final, el único que gana es Uber: sigue moviéndose en tierra de nadie, con un pie en el amparo y otro en la tolerancia política.

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